- Te voy a extrañar -, dijiste mientras prendías un cigarro y arrojabas flores de humo a mi cadáver que yacía tumbado sobre la cama, desnudo, sin alma, con el sudor crucificado en la piel y una sonrisa maltrecha en el rostro. Entonces supe que la hora había llegado y, que al abrir la puerta, entraría la Muerte y su guadaña, con ansias de mi carne y sin ganas de una tregua, porque tú y yo sabemos que la Muerte es sorda, y tú me enseñaste a no temerle a ella, si no a los últimos instantes de vida.
Y ahí estaba yo, temeroso y sin aliento, como cristo en el calvario, con los clavos de tu adiós enterrándose en mis manos donde alguna vez murió tu carne, tan mía, tan sábana y penumbra, tan tibia y tersa, tan ángel y demonio. Ahí estaba yo, muriéndome en la risa que escurría en tu entrepierna, abrazado al crepúsculo, que a ésas horas ya era mi hermano.
Te vestiste tarda y con ternura eternizando la agonía en cada prenda, en tu ropa íntima, tu sostén, tu pantalón y tu blusa, y fue entonces que un éxodo de recuerdos brotó de tus ojos y se refugió en los míos. Me besaste en la boca y tu beso supo como si por treinta monedas me hubieras vendido a la nostalgia. Ahí estaba yo, con el nudo en la garganta y las cicatrices de tus labios en todo mi ser, inmaculado, sediento, inmóvil.
Mojaste tu rostro y el agua se deslizaba en tus mejillas, y recordé las calles, la lluvia fría de la capital cayendo sobre nosotros. Peinaste tu cabellera indómita, en donde tantas veces se enredaron mis dedos puerilmente, buscando la noche, la Luna, los secretos de la vida. La Muerte estaba cerca. Podía escuchar el galope de sus caballos en tu pecho, podía escuchar el aire cortada por el filo de la guadaña y recordé tu cabello sobre mi pelvis, tu respiración agitada, tu último aliento en mí.
Calzaste tus pies y buscaste tu bolso. Apenas y pude incorporarme. Me vestí lentamente y con tristeza de paredón, y volví a tocar las flores. Te tomé de la cintura y te abracé fuertemente. Mi abrazo era un “no te vayas” lleno de miedo e incertidumbre. Tomaste la cerradura de la puerta y giraste despacio. Tomé tu mano.
- Yo también te voy a extrañar. -
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